A veces lo veo

A veces lo veo. Y digo “lo veo” porque, como todo lo que se tiene a mano, otras veces lo paso por alto. Pero cuando ocurre, cuando me detengo y lo exploro como hoy, como algunas mañanas, y veo que sus hojas están llenas de gotitas de rocío, ese liquido mágico que provee la noche, me quedó ahí, con él, tocándolo, pensando que a él también le gusta mi compañía. El color invernal empezó la mutación y ahora se instala el rojo bordó que no quisiera llamar bermellón por nada del mundo. Lo miro porque me ilusiona su forma descuajeringada, me conmueven los capullos, esa imagen de lo que esta por venir, y es en esa contemplación -que me hace loca vieja cursi, andá a saber- en la que me suelto el pelo batiéndolo en un revoleo y bajo la cabeza y siento la sangre que se me va a la cara y me imagino rojísima y me levanto de golpe y midiendo un poco, dejo que mi melena se enganche en sus espinas, en sus promesas florales, y avanzo unos pasos para sentir cómo tantos de mis pelos se quedan ahí, en él, que tira y me hace doler, y por eso voy de a poco, para que duela, para sentir, y al terminar, al darme vuelta, lo miro desde la distancia: el rosal de mi hija, de mi casa, de mi jardín, ahora tiene pelos largos y colgantes, míos, suyos, que forman parte de ese todo que está por ser y que ojalá, otra mañana, pueda volver a ver con estos ojos con los que me gusta mirar algunas cosas.