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La reciprocidad, el ida y vuelta de las cosas

La reciprocidad, el ida y vuelta de las cosas, de los objetos, de las palabras. Al igual que el personaje de Hebe Uhart en su cuento Querida mamá, yo también busco afanosa y sistemáticamente cada mes documentos importantes que ya debería convencerme de que los tiré, sometiéndome a una de esas trampas, a uno de esos chistes malísimos que no hacen reír a nadie y que suelo inventar para detestarme. Los que saben vienen hablándome de tierra, de la tierra que me falta, que el enraizamiento, que el sentir el peso en los pies, que tengo que pisar, dejar de nadar, de volar, de flotar. Pero no, queridos míos, ya es hora de decir que no soy todo terreno, que apenas - a penas, las penas- si puedo cargar las bolsas de tierra del vivero hasta casa a ver si así... Para sentir cómo enseguida me duelen los brazos, los de siempre, los que saben abrazar y no mucho más. Y en el fragor de la búsqueda aparecen otros documentos, tarjetas de bancos, llaves con las que intento abrir el pecho y sacar el alma, como sugiere aquel tipo flaco que escucho desde que mis oídos perciben la música como medio de salvación. Y entonces la cuchillada del amor se hace a la forma de la gripe que no termina de declararse, el dolor de las articulaciones y esas cartas que hoy me vuelven, me regresan a la nieta que fui, a la hija que supe ser. Querida mamá, Querido Pepe, Queridísima Elcira. Las leo, me leo, y voy sintiendo sus presencias, sus cuerpos tan cerca que estiro los brazos, esos mismos brazos, para tocarles las caras de pieles suaves, todos ellos fueron suaves, y les leo que los quiero, hoy y ahora, que los tengo y los disfruto, ya no más. Y ahí, acá, es cuando me atrevo a la pregunta retórica de si las cartas que uno escribe se las escribe a sí mismo, de si es justo que yo lea las líneas de una intimidad que les perteneció, a ellos y a esa que alguna vez fui. Pidiéndoles perdón tiro una a una las palabras que ya mejor no leer, esas que chorrean cursilerías y gratitudes, y no conforme con ese deshacer, consigo, en el tercer intento, prender el fósforo de mala calidad, con el que armo una fogata en la sé, puedo ver, cómo se van años y años de mi vida. Renacer es tan milagroso, triste y doloroso como parir, digo en voz alta. Nadie habla. Me convenzo de que el vaso de vino es lo más sano que puedo darme en este momento, y aliso la página en blanco y escribo: Querida Macarena, y antes de los dos puntos, empiezo a tomar el tiempo que pasa entre contracción y contracción.


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