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Apenas entreabrí los ojos y bajé la cabeza

  • macarena moraña
  • 2 jul 2017
  • 2 Min. de lectura

Apenas entreabrí los ojos y bajé la cabeza, me vi el cuerpo redondo. Desde ahí veía mis tetas, la panza que salía hacia afuera por la presión que la mujer ejercía sobre mi espalda. Como un viento que sopla de golpe, inesperado, un día de calor, fui ese recuerdo. Primero lo fui en la panza, después en todos lados: imágenes de cuando mi cuerpo alojaba bebés. Ocurrió dos veces pero lo recuerdo como un todo en forma de círculo. La piel estirada, brillante, la cintura perdida en esa cadera enorme y mis manos siempre apoyadas arriba con caricias, o abajo sosteniendo el milagro. Vi en mi cuerpo el recuerdo de aquella forma inmensa que alguna vez tuvo. La mujer me ayudó a girar hacia el costado convirtiéndome en bollito. Cuando mis hijas bebés se dormían me gustaba mucho arrepollarlas, ver sus cuerpos convertidos en rulos humanos. A veces hasta se abrazaban las piernas o hundían las cabezas en el pecho. Repollitos, bodoques, caracoles, las llamaba. Ahora yo era eso pero nadie me hablaba. El dolor de cuello era un recuerdo cercano y todavía punzante. Afuera se hacia de noche y dentro de mi cuarto la luz tenue y la música hacían prescindibles las palabras. La mujer dejó de moverse a mi alrededor -¿Bailaba? ¿Se divertía?- y creo que me dormí unos segundos. Cuando me desperté ella decía algo del momento de intimidad, del vínculo entre mi cuerpo y mi alma, de que nadie tenía por qué conocer la razón de mis lágrimas. ¿Lágrimas? Saqué la mano de entre las mantas y me toqué la cara. Sí, alguien había llorado en mi cara. Supe que yo tampoco tenía por qué conocer las razones de ese llanto pese a que su desnudez era la mía, la mis recuerdos, la de mi vida entera.


 
 
 

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