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Cajón

  • macarena moraña
  • 2 jul 2017
  • 2 Min. de lectura

Hace unos meses heredé la mesa de luz de mi abuelo. En su cajón hay un cortaplumas, tabaco de pipa suelto, incrustado en las esquinas, y una libreta con teléfonos y direcciones. Desde que es mi mesa de luz, todos los días, llamo a uno de esos números y pruebo mi suerte. El doctor Carlos Quiroga Mayor ya no atiende, está enfermo o ha muerto, la mujer no fue muy precisa pero tras nombrarlo pude sentir su congoja. Con Nelly Quantin hablé un buen rato, en ningún momento me preguntó quién era o por qué la llamaba. La buena de Adela Zutel me habló diez minutos sobre sus plantas y otros tantos sobre el último viaje de su hija o de su nuera, ninguna de las dos lo podíamos precisar. A Rafael Squirru le pregunté si era pariente de Ludovica y me cortó. Paladeé varios días el nombre inmejorable de “Chochita Smud”, hasta que me decidí a llamarla. Equivocado, me dijeron. Lloré mucho, por qué decirme así, sin más: equivocado. Con gusto me lo dijeron, con saña: equivocado. Durante los días subsiguientes me encontré preguntándome por ella hasta que asumí que incluso su nombre eran una excusa con la que pretendía distraerme y evitar el único llamado importante. Para seguir juntando coraje hablé con el hijo de Carlos Ursomarzo, con la mismísima Sofía Wachler, y con la señora que cuida de Aida Aisenson de Kogan, quien me contó que a la pobre vieja la dejaron sola con ella que es una perfecta desconocida y que si bien tiene buena fe ellos qué saben, eh, qué saben, y bien que ella ya podría haberles sacado todo y… Y una mañana de domingo, por fin, hice el llamado. Me la imaginé muy vieja pero lúcida. Su voz ajada al otro lado del teléfono no me intimidó. Le dije de quién era nieta y le pedí unos minutos para que hablásemos sobre él. Con la seguridad de los que ya vivieron todo, me dijo que no. Quise llorar, insultarla, maldecirla, pero ella me atajó todos los impulsos. “Mirá, nena, cuando cumplí mis primeros ochenta y cinco años juré que no iba a pensarlo más, y si ahora me hacés hablar me vuelven las ganas y ya no puedo hacer ninguna cosa, porque el amor no te deja hacer nada más que sentirlo, y como ya no ha de faltar mucho para que nos volvamos a encontrar… Vos, por las dudas seguí guardándonos el secreto, Macarena”. Y me cortó. En la página correspondiente a la letra M escribí mi nombre y mi apellido, y cerré el cajón.


 
 
 

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