Cuando por fin tengo tiempo para estar sola en mi taller por un rato

Cuando por fin tengo tiempo para estar sola en mi taller por un rato, me disperso y no puedo leer ni escribir. Doy vueltas, enciendo una velita, un sahumerio, me juro por vez número diez que es el último mate en este estado que voy a tomar. Hasta que me decido a ordenar los libros que están fuera de los estantes, a despejar el escenario. Al principio me cuesta porque insisto en la pretensión de que el caos exterior me equilibre, más no. Así que lo intento, el orden alfabético me cuesta tanto como las divisiones pero le pongo garra. Acaricio un libro cartonero de Caicedo, sueño con tener tiempo de encuadernar los cuentos completos de los Grimm, me pregunto por vez número mil si no sería bueno disponer un estante para los amigos escritores que son tantos ya. Me entristezco por todavía no haber llegado a Bolaño y a esa belleza de Pavese llamada La luna y las fogatas... Hago una pilita de poemarios y me relamo pensándolos como partes de diferentes baños de inmersión… Y así sigo con el viaje, el paseo, el acomode, los olores de las páginas viejas y nuevas, los deseos de tener mil horas más, acá, para seguir comprobando que estar entre libros, tocarlos, olerlos, leer sus párrafos como si estuviese dándoles mordidas, es para mí algo atávico y vigente, tan mío como estos ojos que se rinden agradecidos ante la inmensidad del privilegio.