De chicos mi mamá nos criaba y mi papá salía a trabajar

De chicos mi mamá nos criaba y mi papá salía a trabajar. A papá le fue muy bien y compró una casa con huerta sobre la que después hubo una pileta gigante. Mamá fumaba cuarenta y tres setenta, cocinaba los mejores buñuelos de acelga y a escondidas en el baño verde, me mostraba las cartas de Carlos, ese novio que “se había tenido que ir del país”. Ella decía querer trabajar, también decía que mi papá no la dejaba. Ella decía que quería salir y “hacer cosas”. Yo en la palabra cosas metía distintas mamás: una ferretera, una actriz, una que era mamá de muchos hijos con los que un día nos abrazábamos llorando. Un día papá se quedó sin trabajo, se deprimió, se peleó con mucha gente, y en dos años ya no tenía un centavo. Mamá seguía sin hacer “cosas”, compraba ansiolíticos a escondidas y lloraba a cada rato. Una tarde salí del colegio y fui con mi hermano a anotarnos en una pizzería donde a los pocos días estábamos trabajando. A la casa se la comieron las deudas y a la familia quien sabe qué tipo de monstruo imposible que, insaciable, también se deglutió de un bocado los huesos flacos de mi mamá. Hoy la infancia es de dos nenas que me preguntan por qué esa gente llora así, y yo les respondo que porque se quedaron sin trabajo, pero que ya van a conseguir, que esas son cosas de grandes, que no se tienen que preocupar. Después me acuerdo de la pileta, de mis viejos, de esa nena preocupada que supe ser, y para no llorar cocino una tarta de queso que sazono diciendo una línea que tantas veces usé en broma y que hoy termina de condimentarme la pena: el trabajo dignifica, y te da de morfar.