El que juzgue mi camino le presto mis zapatos

Tengo unos de taco alto que una noche de excesos se clavaron en una rejilla. Tironeé y tironeé hasta que logré sacarlos con la rejilla, una rata y un par de babosas afectas al aloe vera colgándoles de la chapita. También tengo unos zapatos que me heredó mi abuela junto a las cucharitas, el imborrable recuerdo de ese viaje en ambulancia, una cama meada y la renovación de votos con la muerte. Tengo unos zapatos con piedras en el talón que nunca se terminan de sacar, otros de color verde loro que hablan cuando se sienten en peligro y que hace meses no paran de cacarear. Tengo un par de zapatos grises, que se llueven de abajo hacia arriba, melancólicos y rastreros. Pero los peores, sin dudas, son mis zapatos chismosos, ponzoñosos, desconfiados. Los tiré miles de veces, pero después pasa que un día cualquiera, cuando ya estoy lejos de casa, advierto que los llevo puestos. Podría jurar que me puse otros, que sería incapaz de elegirlos aunque fueran los últimos zapatos del mundo, pero aun así los llevo, o mejor dicho, me llevan. ¿Adonde vamos? Pregunto queriendo moderar mi desesperación, pero ellos no me contestan, cínicos y pinchudos, y así es como termino en baldíos, casas abandonadas, circos sin enanos. Mi última esperanza vive y está en esos zapatos que ya no me entran, esos que ya no son para mis pies, esos que alguna vez me fueron cómodos pero que ahora ya no. Confío en que algún día los pinchudos corran con la suerte de no entrarme más aunque ahora me estén haciendo avanzar hacia ese cartel apestoso que promete un “Continuará”.