El sodero sabe que el señor no vive más en la casa porque ya no le piden el cajón de soda semanal

El sodero sabe que el señor no vive más en la casa porque ya no le piden el cajón de soda semanal, porque ahora sólo le encargan un bidón de agua, por eso también su discreción cuando a la chiquita solo le pregunta por la hermana y por el colegio, y la nena responde “bien y bien”.

A esa mamá del colegio casi no la conoce y a veces hasta duda de si se llama Elena o Irene, dos nombres que siempre le parecieron el mismo. Pero ayer hablaron unos minutos, que el horario de la clase de música, que si son cien u ochenta pesos de cuota de materiales, y que ojalá el domingo no llueva. Y ella supo que esa mamá del colegio estaba preocupada por algo grande como una enfermedad, una deuda que no se cancela ni con dinero, una adicción que padece algún ser querido, y le escribe un mensaje sin preguntas en el que le dice que vive cerca del colegio, que cuando quiera “hacen unos mates”. La otra le contesta inmediatamente con una sentencia: “Sos divina”, porque si hay algo que ambas saben es lo que ignoran.

Su hija decide que va a participar de ese campamento de dos días, pero le hace prometer que será la primera en buscarla, que llegará antes que todos los demás papás. Ella se lo promete, pensando en la hora en que va a despertar esa mañana para que el tiempo les sobre, las chorree y salpique cuando, dramáticas, se rencuentren como si hubieran pasado meses.

Ella piensa una vez más que no hace falta decir, porque en los gestos, en los silencios, en los huecos, se cuenta lo justo, lo necesario, eso que el lenguaje, si le preguntaran, diría que ni loco pretende abarcar. Lo omisión es un lugar hermoso, se dice, celebrando con un té de jazmín sin azúcar la llegada del otoño.