En mi casa
- macarena moraña
- 2 jul 2017
- 2 Min. de lectura
En mi casa, a las diez de la noche, ni un minuto antes ni uno después, se apagaban las luces. Se suponía que para esa hora maldita y odiada, ya se había tenido tiempo suficiente para hacer todas las actividades que el día requería. Y de algún modo era cierto, porque ya había estado con amigas, salido a hacer compras con mi mamá y hasta había hecho la tarea pero, ante el toque de queda, no podía evitar la sensación de que algo, acaso lo más precioso, se estaba quedando afuera. Se trataba de una imperiosa necesidad de leer. ¿Qué momento podía ser mejor que la noche, con su silencio, su cadencia, con mi cuerpo descansado sobre la cama cómoda y angosta? ¡Ninguno! Pero la voz cantante de la casa era implacable y no solo la voz, sino también el cuerpo que se paseaba de cuarto en cuarto para comprobar que sus órdenes eran acatadas. Entonces el momento de la lectura se volvió el momento de llorar, de pensar mucho, de inventar lo que no podía leer. Al día siguiente, a veces, escribía alguna idea, pero casi siempre usaba la rabia para intentar encontrar alguna estrategia que me permitiera rebelarme ante la ley. Esa búsqueda se llevaba las horas de descanso que al día siguiente se traducían en dispersión y en frases del tipo de Hágame el favor y vaya a lavarse la cara, Moraña, de mis maestras. Eran tiempos de escuchar, acatar y decir que sí por no decir lo que pensaba pero, como suele ocurrir, una buena noche descubrí que la solución estaba tan cerca que parecía imposible no haberla visto antes: se trataba de un despertador negro que podía emanar, tras la presión de un pequeño botoncito, una luz chiquita, fina, como de láser, de color verde. No me alcanzó la ansiedad para agarrar el libro que hacía días dormía mudo a mi lado y ponerlo frente al despertador, apretar el botón y hacer la prueba. Sí, las letras se veían bien, ¡podía leer! Creo que lloré, y si no lloré, ahora me arrepiento. Era el sistema de lectura más incómodo que jamás haya experimentado el hombre pero a mí me hacía feliz. La rutina no tardó en hacérseme natural: con una mano sostenía el libro y con la otra el despertador y así, más o menos, me las ingeniaba. El segundo gran hallazgo del asunto era, sin dudas, que la luz verde no podía filtrarse por debajo de la puerta. Lo malo era que la pila chiquita, incrustada en las tripas del reloj, duraba unas veinte páginas, más o menos la lectura de una sola noche. Era raro que algo tan chiquito fuera tan dueño del tiempo, pero así era, al menos del mío, de mi tiempo de leer antes de dormir.
Ese reloj que usé como luz secreta hoy viene a mi memoria para pedirme que lo cite en este texto escrito impunemente a plena luz del día. Voy a agradecerle, entonces, por todos los libros que leí teñidos de verde, bajo su poderoso rayo, durante esas noches de clandestinidad, las más valiosas de toda mi infancia.
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