Estoy sola en mi casa

Estoy sola en mi casa, trabajando en mi estudio. Tengo un humor genial acompañado de una pésima concentración. Escucho el timbre, sonido que casi siempre me ilusiona. Hola, señora, pertenezco a los bomberos voluntarios aunque ya no soy uno de ellos dados mis ochenta y cinco años y… Me pide mis datos para asociarme. La cuota mínima es de cien pesos por mes. No le doy ninguna de las dos cosas. Me disculpo, le deseo buen día, me pregunta si puede pasar el próximo mes. Mi sentido de la culpa me obliga a darle un sí arrastradito, pobre. Vuelvo a mi sillón donde Onetti me junta un cadáver, Saer me exprime un limón y Aira, como siempre, me vuelve loca. Me tomo un recreo musical y arranco otra vez. Me subo a El Aleph y desde la rama más alta insulto con envidia al viejo que nunca fue bebé. Nuevo timbrazo sostenido. Hola, señora, pertenezco a los bomberos voluntarios aunque ya no soy uno de ellos dados mi ochenta y cinco años… Acaba de pasar, señor, y le dije que por el momento no puedo colaborar. Nos miramos a los ojos como si el sonido del timbre nos hubiera tomado las pupilas. Me disculpo y le deseo un buen día esta vez preguntándome si no será él quien tiene razón y entre una visita y la siguiente pasó un mes. Se lo consulto a Pavese que me contesta: “Si empezaba a pensar en esas cosas, no terminaba más, porque volvían a mi mente tantos hechos, tantos anhelos, tantos fracasos, y las veces que me había creído ya seguro, que tenía amigos y una casa, que podría ponerle nombre y cultivar un jardín”. Suena el timbre, sostenido. Muy. Me abrazo los hombros con las manos cruzadas y me decido a entrar en el juego ese en el que es imposible establecer diferencias entre lo que se llama literatura y eso otro que, interrupciones más menos, se parece a una existencia.