Hace dos días que no paro de comer y le echo la culpa a la medicación que tomo
- macarena moraña
- 2 jul 2017
- 2 Min. de lectura
Hace dos días que no paro de comer y le echo la culpa a la medicación que tomo. Mi hija me señala que este invierno solo usé mi bufanda roja. Me dice que le gusta que use siempre la misma ropa y yo pienso que a mí también porque así, como sin querer, con esos detalles, voy escribiendo mi propio perfil de personaje. Hace días, también, que salgo a caminar unas pocas cuadras, de casa hasta algún lugar vecino, algún negocio que venda comida. Advierto que estoy monotemática con lo de comer y comer, y entonces lavo el auto, acción que en mi vida no merece siquiera la categoría de esporádica. Cuando llego a mi casa y me enjuago las manos me concentro viendo cómo esa agua negra y espantosa se desprende de mi piel. ¿Fui yo quien lavó el auto? Dudo hasta que puedo visualizarme con mis botas de lluvia y una gorrita, con los nudillos escarchados bajo la espuma, fregando asientos grasosos de papas fritas. No, no soy esa, yo soy la que compró las papas fritas. ¿O tal vez soy el ex alumno de la escuela de mis hijas que ayer vino apestando a porro y podó la enredadera que se metía, vengadora, en las aspas del aire acondicionado del vecino? No, tampoco soy ese, ni mi vecino. Yo nunca tuve aire acondicionado. Siento ganas de abrazar y abrazarme. Me tiro en la cama boca abajo pero es mentira que estoy triste, porque me siento feliz con mi universo pequeño, con la disponibilidad de las cosas. Que el colegio cerca, que los alumnos en casa, que el saber cocinar. Quiero angustiarme, así que por las dudas insisto preguntándome si haber comprado los fideos de oferta para donar al comedor es o no un signo de generosidad. ¿Cuál es el límite de las cosas? termino diciendo, en voz alta, para darle una forma común pero acabada a una de las preguntas burguesas que cada tanto me surgen. Hay otros cuestionamientos que me atacan sin excepción cada día, el que ahora está indiscutiblemente de moda es cómo voy a hacer para irme unos días a un campo a terminar de escribir la novela. Me lo pregunto con pesimismo, sabiendo que es algo que excede mis posibilidades. ¿Cuáles, cuántas son mis posibilidades? Alejarme de la ciudad, salir de lo que esta a la mano, de lo que se supone más o menos tengo bajo control. ¿Qué digo? ¿Cuántas mentiras piso por minuto? ¿Cómo puede ser que a la mañana me sintiera tan afortunada y ahora me haya ganado esta melancolía nublada? ¿Cuántas falsas/pequeñas porciones de pasta frola necesito para estabilizar este momento? Vivir con cierta comodidad muchas veces avergüenza, dijimos esta mañana con una alumna, y yo entonces supe que pronto (ahora) una partícula de esa idea me iba a explotar. Lo que no sabía era que iba a salpicar con membrillo el teclado.
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