Jardín
- macarena moraña
- 2 jul 2017
- 2 Min. de lectura
De chica viajaba en el asiento de atrás del Renault 18 de mi viejo, aspirando el humo de su habano importado y el de los 43/70 que fumaba mi mamá, encendiendo uno con la colilla casi extinta del otro. Era mi deleite dejarme transportar por los cuadros movedizos que mostraban las ventanillas, por esa inmensidad verde y alfombrada que se abría a los costados, a veces salpicada de vacas u ovejas que de lejos se parecían mucho a los adornos que mi abuela Emilia lustraba a diario para lucir en los estantes de su cristalero. Por entonces yo creía que el campo, ese jardín desproporcionado, tan imposible como el cielo, olía al humo mezclado de habanos y cigarrillos. Lo que no podía creer era que ese colchón desbordado de naturaleza tuviera dueño, como decía mi papá. “La guita grande está acá”, sentenciaba. ¿Qué podía tener que ver el dinero con los animales y esos espejismos en los que creía más que en ninguna otra imagen? ¿Cómo los hombres iban a ser dueños de tanto, de cada verde amarillo marrón salpicado/animal de lana girasoles arroyo/ infinito expandido veloz que avanzaba a la misma velocidad que el auto de esa familia que vista desde afuera vista desde afuera no se podía diferenciar de otras, como pasaba con las vacas, los pastos, los mosquitos.
Echándole la culpa al movimiento y las horas de viaje llegaba mi náusea y con ella el implacable gesto del asfalto: devorarnos, hundirnos en su cemento, hacernos morder la urbanidad, alejarnos del sentido de la belleza y lo inabarcable. Los viajes familiares se hicieron viajes individuales cuando cada uno, padres e hijos, decidimos perdernos en nuestra propia humareda.
Uno de los atajos de mi instinto de supervivencia fue el de hacerme a la certeza de que esa nena que fui todavía viaja, sentada en el asiento de atrás de aquel auto, con esos padres enviciados, con la náusea intacta siempre a punto de explotar en un vómito chocolatoso en el que puede ahogarse la credulidad, la infancia, y esa sensación irrecuperable de dejarse caer sueño sabiendo que alguien, tarde o temprano, va a acostarnos y desearnos un buen descanso poblado de angelitos.
También sé que, al igual que yo, esa nena sigue sin entender la absurda pretensión de pertenencia. Eso de querer ser dueños de un jardín, de un hijo, de un adorno brillante, de una oveja, del tiempo que dura un viaje marcado por el ritmo sostenido de las tres preguntas inevitables que atraviesan el campo, los caminos, y el viaje que hacemos desde el día en que salimos al ruedo: ¿Cuánto falta? ¿Ya llegamos? ¿Es acá?
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