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Jugando a aspirarme la nariz con el tubo más corto de la aspiradora sentencio:

  • macarena moraña
  • 2 jul 2017
  • 4 Min. de lectura

Jugando a aspirarme la nariz con el tubo más corto de la aspiradora sentencio: A los vidrios nunca se llega. Están salpicados por fuera. Es que la persiana no levanta del todo, y el persianero la ultima vez cobró mucho, pero mucho, pero no es eso, es que no sé dónde está su número de teléfono y si a la lista de cosas que no sé en dónde están en esta vida, le sumo un numero de teléfono de alguien cuyo nombre tampoco recuerdo, me ahogo. Es más, creo que ya me ahogué. Grito Auxilio Auxilio pero el socorro no llega. Desde hoy me voy a hacer llamar Socorro y voy a dejar de ir a todos lados. Estoy agotada. Lo único que sé es que voy a morir ahogada de carencias domesticas, pero para eso faltan unos días. La promesa de anotar todos los datos en una misma libreta es equivalente a la de tener la ropa en orden o los zapatos sin polvo o las bombachas dobladas dentro del cajón. Los discos en sus estantes viven en la tensión, no saben si tienen los días contados o si de un momento a otro los voy a considerar objetos de culto y voy a darles un lugar preferencial como a los libros. Ay, los libros. En El palacio de la luna, de Auster, el protagonista arma muebles con sus libros heredados. En mi palacio privado ya no puedo evitar hacer lo mismo. Me divierte merendar sobre Joyce o salpicar de salsa a Proust, o convidarle un pancito con queso a algún contemporáneo. A algunos de mis amigos les parece una falta de ética y por eso ya no me hablan, pero yo sí, yo les sigo hablando, y hasta hago el esfuerzo de recordar sus teléfonos ahora que nadie recuerda ni los números ni las caras de la gente porque todos miran las pantallas. Yo tengo un celular carente de toda tecnología, un televisor que pasa solo dibujos animados, y una computadora que es esta, con la pantalla vencida hacia atrás. No puedo ser más afortunada. O sí: cuando abro la heladera, al lado del cuarto de limón seco, encuentro cuatro confites desteñidos, sueltos, dentro de uno de los espacios de la huevera. Me sirvo un vaso de agua de la canilla, y de un saque me los mando a la boca y tomo agua. Quiero que parezca que me estoy suicidando, pero nadie me mira y los confites adentro no tienen chocolate sino caramelo. Ahora es en serio: me quiero morir.

Mi memoria, más que selectiva, es limitada, como mi capacidad de hacer cuentas. Sumar y restar más o menos puedo, multiplicar también, pero con resultados incorrectos. Pero lo que más me cuesta es dividir, por tanto me inventé un sistema personal para cuando no queda otra. Mi vida se basa mayormente en sumar y restar: sumo amigos, resto tiempo. Resto manzanas, sumo pecados, y así. A veces también multiplico mis satisfacciones y en vez de una copa de vino me tomo nueve. O diez. Y a las divisiones las dejo para ocasiones muy especiales, como por ejemplo los días en los que me levanto inteligente o melancólica o exageradamente pasional. Si eso ocurre es porque algunos recuerdos se me encaprichan y es ahí cuando procedo a dividirlos. Ejemplo: recuerdo esa tarde en la que estoy sentada en el cordón de la vereda y veo pasar a ese amigo de mi hermano que tanto me gusta. Él va en su bicicleta y el pelo lacio baila a su alrededor. Lo divido en dos: en un recuerdo estoy sola, sentada en el cordón, pensando en la cara del amigo de mi hermano. Me siento chiquita pero hermosa, muy otoñal. El otro recuerdo no es mío, es de un chico lindo viaja en su bicicleta y se hace el lindo cuando advierte que esa chica que está sentada ahí es la hermana de su amigo. Pero los que se resisten a las divisiones son los malos recuerdos, y entonces los fuerzo, los apuro, los asusto, y termino de ordenarlos de un modo conveniente. El otro día tuve que hacerlo con el de cuando mi abuelo Toto se murió. Yo esa tarde estaba en el balcón jugando a las muñecas con mi amiga Florencia, y escuché a mi mamá gritar y le pregunté a mi papá por la ventana del balcón que daba al jardín qué había pasado, y él me dijo “murió el abuelo”. Después me di cuenta que tenía la pinza del asado en la mano y bajé corriendo y vi que abrazaba a mi mamá con una sola mano porque en la otra tenía la pinza. Ese recuerdo lo dividí en tres: primero estoy yo jugando a las muñecas en mi balcón con mi amiga Florencia. Después hay una mujer que grita, pero yo no sé quién es, y pienso que lo que le pasó debe ser algo feo pero no se me ocurre qué. En el tercer recuerdo hay un papá que hace un rato hizo un asado, me doy cuenta porque tiene una pinza en la mano, una pinza que no suelta, y camina para adentro de su casa a encontrarse con su esposa y darle un abrazo. Y el abuelo Toto no muere nunca.


 
 
 

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