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La calesita

  • macarena moraña
  • 2 jul 2017
  • 3 Min. de lectura

Llegar a la calesita de la plaza de mi barrio hace que mi impulso de escribir renazca inmediatamente. Escribo frente a ella, acerca de ella, no lo puedo evitar porque ella es, nada menos, que el eterno sentido de girar, de dar vueltas sobre un eje que, desde el centro, dirige el afuera. Hoy son mis hijas las que viajan sobre su piso móvil, subidas a esos animales plásticos de colores imposibles, perlados, que giran, y giran, escuchando canciones de programas infantiles que ya no están al aire y que, además, pertenecen a infancias anteriores. Una canción del programa Colores, de Reina Rich; una llamada Bosque Chocolate, la cortina de Floricienta, otra que no termino de saber si es de “Jugate conmigo” o de otra producción de Cris Morena, y al final dos hitazos: “Chufa, chufa, chufa la cabeza –chiquititas-, Chufa chufa chufa con los pies –chiquititas.”; y la inmejorable “Chusma Chisme, Chusma Chusma, Chisme”. Parece que el secreto del éxito está en la CH, che. Pero a mis hijas no les importa qué canción estén pasando, porque ahora que son más grandes, ya no se quedan estáticamente sentadas sobre los espantosos animales, sino que juegan a millones de cosas, apenas agarradas de los caños insertos en el medio de los cuerpos, se paran sobre el techo del tanque, o en el ala del helicóptero, o sobre la oreja del primo lejano de Dumbo, que toda la vida pensó con envidia en el éxito de su primo yanqui, y siempre se consoló con una frase que lo avergüenza y alegra al mismo tiempo: “pero yo al menos no soy huérfano”. Todo ocurre hasta que de repente, una bebita de poco más de un año vomita sobre la lancha celeste tristeza, haciendo que el olor de su vómito – punzante, ácido– sea el único capaz de interrumpir el barandazo a porro que viene de ese grupito de skaters tan jóvenes y bronceados. Ese olor que es tan propio de la plaza como las palomas, la fuentecita de agua sucia, o la mismísima calesita. Nunca faltan tampoco los padres que darían lo que fuera por estar en otro lado. También tienen asistencia perfecta los borregos salvajes que suben y bajan con la calesita en movimiento, que intentan pararla con los pies, que se persiguen con otros de su especie por lo que consideran una jungla, en este caso giratoria. La abuela que está a mi lado necesita decir algo al respecto: “Es una barbaridad, un peligro, en qué demonios estarán pensando esos padres que lo dejan hacer semejante atrocidad”. Pero yo solo tengo ojos y piedad para esa pobre madre de tres varones de cabezas rapadas –por piojos, seguro- que con sus seis, cuatro y dos años, hacen de sus días un infierno muy parecido a la felicidad, pero infierno al fin. Como la imagen me interpela de una manera que no disfruto –Gracias Dios por estas dos nenas- fijo la vista en la pequeña gordita que come sin parar galletitas negras -¿de chocolate, petróleo, brea?- mientras siento mucha culpa por detestar a esa raza de niños que saludan sistemáticamente en todas las vueltas, y si los detesto es porque no puedo dejar de sentirme en la obligación de responderles sacudiendo mi mano frente a sus ojitos. Pero la razón por la que no puedo dejar de escribir sobre la calesita, lo que más conmueve, la causa real de mi necesidad, es el hueco que existe y late debajo de la base. Allí, lo sé, y no puedo pensar en otra cosa, en ese mundo de pelotitas perdidas, caramelos vencidos y zapatillas izquierdas, vive un hombre que cada tanto asoma sus ojos, mira hacia afuera, y se vuelve a esconder. Es un hombre que, como todos, alguna vez fue niño. Está vestido a la moda del Increíble Hulk en plena transformación: harapos chicos, deshechos, que supieron quedarle bien, que fueron la ropa que se puso aquel día para ir, para venir, a la calesita de su barrio, de este barrio, cuando se subió por última vez hasta que se perdió y ya nunca nadie supo de él. Ahí lo veo asomarse y quisiera compartirlo con alguien, pero no estoy dispuesta a que me señalen como La Loca de la Calesita, así que una vez más me llevo conmigo esa mirada, esos ojos, esa oscuridad. Pero como ahora mis hijas son más grandes me atrevo y, durante el regreso, les digo: “Lo último a veces es también lo eterno”. Y ellas, una vez más, dicen que no con sus cabecitas, no entendiendo absolutamente ninguna de mis palabras.


 
 
 

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