La foto mal pegada con cinta que se fue poniendo amarilla

La foto mal pegada con cinta que se fue poniendo amarilla; el vestido que era rojo, esmeradamente bordado. Detrás andaba mi abuelo Toto, con su bigote que pinchaba cuando me daba besos, pero se me pasaba pronto el llanto porque enseguida me consolaba poniéndome su sombrero con olor a él. Un olor que nunca voy a poder describir. Yo tenía el pelo rubio y lacio, y las colitas esas me quedaban preciosas. Al igual que ahora, que siempre, parece que era de llorar, y que me gustaba dormir, peinarme y comer fruta. Recién volví de hacer compras devorando mandarinas, pensando en que lo que no vuelve –por ejemplo lo lacio, algo de lo claro de esa luz marrón de los años setenta- es tanto como lo que no cambia –el sabor de manzana mezclada con pan, el miedo a las cortinas movidas por el viento-. Esa mezcla que da cuenta de los muchos que somos a lo largo de la vida y a la vez, de que somos, soy, esa nena, la misma, como todos: los mismos los mismos los mismos.

Estoy por cumplir años y la nostalgia es todavía más brillante que la cinta que rearma la cara de Maquita que seguramente se reía de chistes que recién hoy escucho con Macarena, juntas, siendo ¿Una? ¿Dos? Se lo pregunto antes de dormirnos abrazadas a la ilusión de la siesta de ya casi casi treinta y nueve años, en la que soñamos con dos hijas, una fatal vocación y la lluvia que corona una enfermedad que se cierra, como hará el cielo en unas horas, haciéndonos creer que lo malo ya pasó, que ahora solo resta disfrutar del amor, de los que recién o todavía, nos quieren tanto. Abro los ojos y en el mismo movimiento siento el dolor agudo del cuello. Otra vez nos dormimos escribiendo, le digo a esa nenita que, desde una foto, celebra un tipo de belleza que cada tanto vuelve a apagar velitas y pedir deseos.