La llorona
- macarena moraña
- 2 jul 2017
- 2 Min. de lectura
Un jueves más me voy a trabajar y mi niña queda llorando. No me entristece. Si yo tuviera seis años también gritaría así porque mi mamá se va y encima de noche. Estas semanas yo también lloré mucho. De chiquita, en mi casa, me decían La llorona. Ahí va a llorar de nuevo, Ella arregla todo llorando, Pará de llorar que así no solucionás nada. Eran brutos, sí, pero no más que yo. Tal vez uso otros tonos, o eso quiero creer, pero a veces me encuentro diciendo esas frases, usando incluso sus voces. Es extraño que lo haga porque ahora sé que llorando sí se solucionan cosas, cosas que no pueden tocarse. No se puede arreglar un televisor llorando, es cierto, pero cuando se llora algo parece arreglarse adentro. En mi caso, primero sale y sale de mí todo lo que tengo, desde lágrimas hasta comida, sangre, mierda. Todo: se va, limpieza absoluta, por los ojos, la boca, el culo. Mi cuerpo no tiene grises, saca y saca, y entonces: el vacío. Ese hueco que duele. Y pasan las horas que son días, y el hueco inhabitado pincha y pincha. Hasta que, dolor mediante, empieza a cerrarse. Duele también que se cierre, y entonces se llora más, y entonces se abre, y así. Siento los tejidos uniéndose de nuevo y la sangre viva, espesa, teniendo que encontrar otro camino, uno nuevo. Me la imagino quejosa a la sangre, pero también comprensiva. Y después de las ojeras, el malestar, el dolor de cabeza, en un momento lo sé: algo se sanó. Se arregló. ¿Qué pasó? No sé. Ya pasó. Y me apoyo la mano en el pecho y aprieto y digo Ay, gracias, lo digo mirando para todos lados, agradeciéndole a quien sea, a seres imaginarios, a mis muertos queridos, a mí. Cerró, cerró, cerró, repito. Y camino al ritmo de esa palabra, y me compro un chocolate con menta, y le agradezco a la vendedora mirándola a los ojos, venerando el día, llenando al mundo de bendiciones sin importarme cuánto va a durar esto, muriéndome de ganas de pegarme un abrazo. Me siento en el cordón y después de comer el chocolate lo hago: me abrazo. Y me toco el cuello, los ojos, la delgadez y, entusiasmada, pongo mi cara cerca del agua sucia de la alcantarilla. Y saludo, digo Hola con una timidez extraña, nueva. Es que yo nunca antes vi esa cara.
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