Llega mi amiga

Llega mi amiga, está triste pero se me adelanta con un ¿Vos cómo estás? La ensalada de frutas frescas es una caricia en la cabeza, un mimo de un papá bueno y bruto capaz de decir “si ese chico te hace sufrir lo mato”. Uno como el que yo no tuve. Ella que es muy alta se hace chiquita y yo me atrevo a la pregunta: ¿Pero por qué no terminás? Mis hijas interrumpen con una fatal pelea por la única cucharita rosa. Vayan un segundito que tenemos que hablar de cosas de grandes. Bufan las eunucas, maleducadas, preciosas de mamá. Porque soy una cagona, me dice. No sé se abrazarla o darle un coscorrón, convertirme en su mamá, retarla, pero ella me ataja el impulso con otra pregunta: ¿Y vos cómo hacés con la casa, el trabajo, la ensalada de frutas, los gastos? No sé, digo, y agrego que capaz el secreto está en hacer y hacer sin saber cómo se hace. Lo que sí sé es que nada ni nadie te pueden ahorrar el paseíto por los charcos de mierda. ¿Ya terminó esa etapa? No quisieras oler mis pies. ¿Y entonces? Confío en que ya va a llegar lo bueno, lo nuevo. Voy a llorar, dice por fin. Empieza la transformación, las frutas le salen por los ojos, sentimos un aire aliviado que viene de afuera, las nenas ahora pelean por un caballito alado, me atrevo a abrazarla, pese al olor a mierda, a frutas, a miedo. Qué les pasa, preguntan las chiquitas, y entre risas húmedas les contestamos que estamos locas, locas de amor. El paseo en caballito se torna peligroso, los cachetes de los culos sobran por todos lados, pero si abrimos los brazos el equilibrio es casi casi posible. Ya no queremos volver.