Mi sentido de la orientación no merece llamarse sentido

Mi sentido de la orientación no merece llamarse sentido. Soy de esas personas que al llegar a la esquina ya no saben cómo seguir. No necesito caminar para perderme. Puedo hacerlo parada sobre una baldosa. Paradójicamente llevo este defecto adonde voy, él nunca se separa de mí, él nunca se pierde. Es desesperante no saber qué camino hay que tomar y comprobar que las opciones de la derecha o la izquierda, la numeración ascendente o descendente e incluso los nombres y las flechas, no son suficientes. Cuando era chica mi mamá decía que se debía a la falta de concentración. Cuando empecé a salir con chicos, me decía que era porque tenía quien me llevara, que cuando estuviera sola iba a saber adonde ir. Tan piadosas como erradas fueron las sentencias de mi madre. Carezco del sentido de la orientación estando sola, acompañada, atenta, bien vestida, de buen humor o con hambre. No tengo, no está, no vino con el combo. Por eso es que desde ayer estoy sentada en un bar, escribiendo compulsivamente. Cené, desayuné, almorcé y recién me pedí el noveno café del día. Esta madrugada terminé el cuaderno que llevaba conmigo y la moza acaba de decirme que ya no puede proveerme de servilletas. También me dijo que estoy poniendo en riesgo su trabajo no solo por lo de los papeles sino también por lo de la permanencia. Recién, ya harta de mostrarme la carta, me ordenó que volviera a casa. La sola idea de elegir un camino me detiene. Decidirme por una calle es no hacerlo por todas las demás. Le pregunto si nunca se preguntó qué porcentaje de decisión se pierde al tomar una decisión, si su madre solía acertar en sus opiniones sobre ella, si las esquinas no le parecen los lugares más peligrosos y siniestros. Las dos nos ponemos a llorar sabiendo que no solo hoy van a despedirla, sino que además no tendremos con qué mierda sonarnos la nariz.