Nací hace treinta y ocho años
- macarena moraña
- 2 jul 2017
- 2 Min. de lectura
Nací hace treinta y ocho años. Viví en varias casas, viajé poco, suelo amar mucho. Me gustan las margaritas y el chocolate con menta, el café fuerte y el mate amargo. También el vino tinto con gusto a madera. Me gusta que me halaguen por cómo escribo o porque me río demasiado fuerte. Hace un tiempo en la calle, un hombre le dijo a mi hija “pero que linda mami tenés”. Ella y sus siete años entendieron que ese piropo era incómodo, y se puso a llorar.
Tengo la suerte de criar dos nenas. Las parí con una felicidad que es mucho más que eso. Les enseñé que a las milanesas hay que pegarles para que se les adhiera el pan rayado, que bailar y cantar son acciones hermosas, y que nunca, jamás, por ninguna razón, ni sanguínea ni de ninguna índole, están obligadas a permanecer en un lugar que no les gusta, o les viene mal, o las hace sentir tristes, violentadas o incómodas. Nunca. Días antes de indisponerme me hacen bromas sobre mi humor, pero saben que así como yo cambio de estado ánimo a toda velocidad, también pueden hacerlo ellas, o su papá, sus amigos varones o toda la humanidad, porque ni la histeria es exclusiva de las mujeres ni la lascivia de los hombres. Porque este es un mundo enorme, bastante cagado a piñas, y hay de todo en todos lados. A una le gustan las muñecas, a la otra los libros, a mí me gusta tener lápices negros con la punta afiladísima. A veces comemos chatarra, a veces nos zarpamos de saludables, a veces me preguntan por los pibitos que duermen en la calle o me ruegan mudarnos para no tener que compartir el cuarto. Hace tiempo, la mayor me preguntó qué le había pasado a Lola Chomnalez. Me sorprendió que supiera el apellido, sin dudas le había prestado atención a la noticia que escuchamos en la radio. Le contesté que se había perdido, que no sabían donde estaba. Cuando me volvió a preguntar no quise mentirle. Nunca me voy a olvidar de ese abrazo. A veces tenemos miedo, a veces cansancio, dolor, sueño, pasión. A veces las reto por nada, porque tengo un mal día o porque son demasiado distraídas. Una vez sentí que podía perder a una de ellas y me apoyé en una pared y supe que si ocurría, mi vida iba a terminarse en ese momento en el que todo confluiría para siempre, para nunca más nada. Pero quiso la historia que días más tarde volviéramos a casa a pelear, hacer tortas y tirar lavandina sobre el pis de los gatos.
Hoy pienso que si tuviera un hijo varón este texto sería exactamente el mismo, que al levantarlo a la mañana le diría “vamos mi amor que hay que ir al colegio” y lo llenaría de besos. Y que, hoy y siempre, como a las dos divinuras que tengo la fortuna de criar, le desearía un feliz día.
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