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No tuve un gran día y en el instante en que me resigné a dejarme acompañar por el mal humor

  • macarena moraña
  • 2 jul 2017
  • 2 Min. de lectura

No tuve un gran día y en el instante en que me resigné a dejarme acompañar por el mal humor, me quedé dormida. Enseguida estaba en el que fue mi colegio y una profesora me agarraba infraganti haciendo algo indebido. El ángulo que mi adorado inconsciente eligió para tomar la escena, no me permitía ver qué estaba haciendo. Era la protagonista pero ignoraba lo que ocurría. Era algo que hacía con mis manos, con mi cuerpo, era yo quien está cruzaba algún límite impuesto por la institución religiosa que me cobijaba cada día para encaminarme en la senda del bien, más no sé de qué modo estaba infligiendo sus leyes. La profesora, enseguida convertida en profesor de pantalones cortos, me exigió que lo acompañara a secretaría. Pasamos por la jaula de los monos y por el cuarto de mi hermano menor en el que vi un saxo con botones de colores. Una vez frente al escritorio de madera maciza y oscura, me pidió el teléfono de mi casa. ¿De dónde? De su casa, respondió enojado, creyendo que estaba queriendo “zafar”. Me miré las manos, mis anillos, mis uñas desprolijas, las mangas de mi viejo saquito gris. Pensé en decirle que ya tengo treinta y nueve años, e incluso pensé en aclarar que acababa de cumplirlos, pero siguiendo la lógica de su barba candado cortada al ras, no lo hice. Le di el teléfono de la casa en la que me crié y cambié de tiempo verbal el sueño. Al otro lado dela línea la voz de mi madre no hizo más que asentir cuando el profesor dijo: acá...su hija… todavía tiene eso. Repetí la palabra “eso” sólo para quedarme mirándolo con la boca redondeada. Al cortar la oficina se transformó en una gran habitación palaciega, con hogar a leña, y una pequeña biblioteca de la que sobresale la primera edición de Rayuela. Desde la cama veo un jardín hermoso, con una pérgola y árboles de flores rosadas que de tan románticas, me despiertan. Ellas lloran afinado, yo ya no.


 
 
 

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