Nuestro cielo
- macarena moraña
- 2 jul 2017
- 2 Min. de lectura
Con un novio gordito me fui a vivir a una casa redonda, con urbanas pretensiones de iglú. Con poca originalidad y muy mal gusto la pintamos de celeste y blanco y la bautizamos “nuestro cielo”. El cartel era de hierro y su letra cursiva. Él escribió en una pared “El amor es un estrago indisimulable”. Por poco no le entra la última palabra. A la casa le combinaban hermosos los objetos redondos como las bolitas de cristal que se sacuden y se dan vuelta para que caiga esa falsa nieve diminuta. Pelotas de tenis, cucharas, anillos, monedad de oro heredadas de abuelos sobrevivientes de las guerras más verdaderas. En la casa también se sabía empardar la belleza de su cara hinchada y la forma de mi boca exhalando un gemido o el tarareo de una de las canciones que él componía para mí y para todas las mujeres del planeta en una sola vuelta de sol. Jugábamos a girar uno alrededor del otro, a marearnos, a circular. Pero por mucho que nos diéramos vuelta el uno al otro la falsa nieve no terminaba de caer y eran pocos los líquidos que realmente nos mojaban. La tarde que nos cayó encima el primer ladrillo rectangular él minimizó el derrumbe diciendo que con un solo ladrillo nada podía destruirse. Empezamos a desayunar y hablar mucho de nada. Al principio nos pareció divertido mirarnos girar como hámsters en la ruedita perversa de los gastos y la adultez, pero después se puso espeso: nos crecieron dientes de ratón y nos empezamos a lastimar con esas nuevas garras que no siempre sabíamos usar para el bien. Yo pedía reparar, estaba nerviosa, pensaba en la palabra especialista, necesitaba el amparo que me daba la redondez, la circularidad, las burbujas graciosas de las trasnoches, los ojos asombrados de tantos besos, el chiste de convertirnos en las pupilas del otro para después jugar a la bolita, engordarnos con pastas y medallones de chocolate. Pero él repitió que no - que no - que no - muchas veces. Como diez. Creo que se entusiasmó con lo linda que se veía su boca perfectamente desplegada en la O poderosa, la que empieza y termina en un mismo punto, la que adentro no podía guardar a una mujer caprichosa, una casa compartida y un rincón tan pequeño que al final nos obligó a elegir entre su cuerpo o el mío. La O en el medio, los cuerpos y los ladrillos hermanados, perforados por el granizo violento siempre inesperado. “Nuestro cielo” se fue derritiendo y nosotros, ya convertidos en peces globo, nadábamos siempre inflados, inflados las pelotas, creyendo que por lo menos así evitaríamos que el depredador nos devorase. No pudimos / supimos / conseguimos pasar de la sangre fría y los bronquios movedizos a la forma terrestre, a la respiración pulmonar, al deseo de poblar con huevos ese iglú anfibio que alguna vez creímos podía parecerse a un hogar. Él se fue una noche de domingo, el día más redondo, estaban pronosticadas tormentas pero al final apenas si cayeron una gotas saladas, que entre tanto océano, se volvieron tristemente imperceptibles, como nosotros.
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