Una imagen urbana
- macarena moraña
- 2 jul 2017
- 2 Min. de lectura
Una imagen urbana, próxima, posible, remanida. Un bar, adultos con sueño, niños cono energía. Enormes diarios desplegados en las manos. El gesto de levantar los anteojos con un dedo, propio de los canosos de camisas claras. El diálogo inconexo de dos nenas, la suficiencia de la media lengua -¿para qué más? ¿Para qué lengua completa?- Un hombre de remera rosa me mira. Indisimulable es su tedio de vida familiar. Frente a él, su mujer, ha de mirar a otras personas, a mujeres que imagina en mejor posición económica y en mejores posiciones sexuales. No quiere pensar en cuánto hace que no le tiran del pelo, que no le halagan las tetas, que no le dedican más que algo veloz después de la siesta de domingo, con la panza llena de ravioles de verdura y el sonido lejano de los perros vecinos a los que su marido suele referirse como “perros del orto”. Apoya su vista cansada en el celular que sobrevivió a la zambullida en el inodoro. No sabe cuál de los tres nenes fue, si el de dos, el de cuatro o el de seis. El último, o el primero, o el otro, vino de sorpresa. Vaya sorpresa. Mientras el teléfono se escurría ella, sabiéndose cursi, lo comparaba con la felicidad, la cosa escurridiza por excelencia que ella pretende encontrar en los cajones designados para su conservación: matrimonio, hijos, bar en San Isidro, tres medialunas de manteca que vienen con la promo. No puedo mirarla más. Cierro mis propios cajones junto con mis ojos y juego a agarrar frases sueltas: Puerto de Olivos, Dieciocho lucas, Eso ya no es negocio, ¿Querés más alfajorcito, gordita?, Ojo que esta zona también la achicaron mucho. Necesito río y libro, quemar ramas y correr descalza. Pisar un bicho para después asistirlo con mi pinza de depilar o con este lápiz negro que ya no encuentra nada más para decir.
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