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Viel Temperley

  • macarena moraña
  • 2 jul 2017
  • 2 Min. de lectura

Hay libros que se pierden en la inmensidad de los días, pero también están esos que vuelven, que nunca son los mismos. Un libro nunca es el mismo libro. Cambia uno al leerlos, cambian ellos alejados de nuestras manos. Hoy vuelvo a Héctor Viel Temperley, creyendo que voy a encontrarme con un tipo que me crucé hace unos años, cuando mi curiosidad, una vez más, me hizo escarbar entre libros polvorientos tras escuchar las recomendaciones de otros escritores. Conseguí poco, y entonces leí algunas líneas en aquellas primeras búsquedas por internet, en la computadora del trabajo, esa que tardaba tanto en abrirlo todo. Pero qué bien nos vino esa lentitud entonces, al poema encontrado y a mí, que me sentía esponjosa, que dejaba entrar el agua de ese desborde en el que las acciones de rezar, nadar o morir comulgaban en el cuerpo de un hombre que sabía que estaba por irse de este mundo. En estos días que siento mucho amor y tanta muerte, vuelvo a ser dueña de su obra completa, si es que eso es posible – pretensiosa soy -. Desde hace días el libro no me suelta, vamos juntos a todos lados, incluso a aquel año noventa y nueve en el que pasé gran parte de mi verano en el Hospital Británico, junto a una familia de gitanos que también tenían a un pariente internado. Jugué con esos chicos rubios, aprendí a hacer trenzas cocidas, e incluso una de las gitanas adivinó un futuro en mi mano que finalmente no fue mío. Su mamá se va a curar, me dijo. O no era buena adivinadora, o no tenía un buen día, o vaya uno a saber qué. Ahora Viel dice, sigue diciendo, “Mi madre es la risa, la libertad, el verano”. Pero che, ¿no ves que es todo lo mismo? el amor, la muerte, la poesía. ¿No ves que vivir y escribir es igual, vital, es él y soy yo? Podemos hablar de fanatismo, flash, asociación libre, vos decile como quieras, yo lo sigo llamando comunión. Y una cosa más: una noche de aquellos tiempos, mi tío Carlos completamente borracho me llamó por teléfono diciendo que tenía miedo. Mis veintiún años y yo intentábamos consolarlo hasta que en un momento dijo que el miedo era a que los gitanos lo violaran. Me acuerdo perfecto lo bien me vino esa carcajada en medio de la noche, con el borracho al otro lado del teléfono, con el dolor que volaba de Florida a Constitución. Algún día voy a ordenar aquellas frases que anotaba en un cuaderno naranja tras hacer el camino del subte al hospital, cuadras en las que me cuidaron con amor las travestis más hermosas de la noche porteña. Estos días vuelven todos: mi vieja, los gitanos, las travestis, mi tío, los amigos que me abrazaban y todavía me abrazan. Me los trajo la muerte de otra mamá y ahora también este librito que me mata y me sobrevive, que no es el mismo, que no soy la misma, pero que lo sigo necesitando como a un salvavidas en medio de este mar, de estas olas.


 
 
 

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