A mis veintimuypocos años...
- maquimora
- 7 ago 2017
- 5 Min. de lectura

A mis veintimuypocos años, una tarde de sol en pleno microcentro porteño, se me rompió un taco del zapato. Trabajaba en una oficina, espacio que me era completamente ajeno, al igual que la ropa que tenía que usar para trabajar ahí. Pensé que lo lógico sería meterme en una zapatería y comprarme un nuevo par de zapatos pero junto con la idea entendí que no podía seguir caminando y que esa imposibilidad nada tenía que ver con el taco roto. La gente que caminaba a mi alrededor me empezó abrumar, los veía borrosos, como una masa de zombis que avanzaban hacia mis cincuenta y tres kilos de cuerpo con las peores intenciones. Hasta ese momento el mundo venía pareciéndome un lugar bastante imposible, pero ahí directamente se convirtió en mi enemigo, en el último sitio que quería habitar pero como también era el único que conocía, estaba en un verdadero problema. En algún momento logré meter la mano dentro de mi cartera llena de libros, y pude a agarrar un par de monedas con la intención de meterlas en un teléfono público para pedir que me fueran a buscar. Pero entre que agarré las monedas y pude meterlas en la ranura del teléfono, pasó mucho tiempo, quien sabe cuánto, durante el cual yo estuve agachada sin poder levantar la cabeza. Algunas personas me preguntaron si necesitaba algo pero a ninguno pude decirles nada. Pedir ayuda nunca fue lo mío. No sé cómo finalmente logré pararme y marcar un número de teléfono. Enseguida volví a arrodillarme y esperé hasta que alguien me levantó metiendo sus manos en mis axilas y repitiendo la palabra “vamos” muchas veces. De algún modo llegué a mi casa, de algún modo me bañé, de algún modo me metí en la cama. Todo lo hice llorando. Unos días después fui a conocer a una mujer que después de una hora de charla monosilábica me recetó unas pastillas. Lloré durante un año, el mismo tiempo que tomé las pastillas. El llanto se había convertido en mi compañero, podía llorar mientras completaba una planilla de Excel, chupaba la bombilla del mate, mientras cocinaba o hablaba con la gente. A veces decía que era una alergia. A veces no explicaba nada y me ganaba algún abrazo que me permitía llorar más tupido. Las intensidades del llanto parecían regularse solas, sin necesitar de ningún pensamiento o acontecimiento. Había veces que lloraba en la cama, aplastando la cara en la almohada. Aprendí que llorar bajo el agua de la ducha me hacía salir levemente renovada. Más o menos lograba cumplir con la jornada laboral de nueve horas y luego llegaba a mi casa, me servía alguna cosa con alcohol, prendía el porro, y en algún momento me dormía con la televisión encendida. Así pasó un año. Los fines de semana apenas si me movía de mi casa, rara vez podía leer algo, y casi nunca podía escribir. Desde que tengo uso de razón los cuadernos me duran como máximo un mes. El cuaderno que tenía entonces estuvo prácticamente vacío durante todo ese año. A veces me hacía listas de cosas muy simples, de proyectos que el mundo realizaba fácilmente: una compra, un arreglo, el pago de un servicio. Pero todo lo breve era extenso y lo extenso era imposible. Hasta que un día, así como Forest Gump dejó de correr, yo dejé de llorar. No tiene intención literaria decir que de repente abrí los ojos y vi que había sol y me dieron ganas de ir al río para meter los pies en el agua. Exactamente así fue: un día sin haber tomado más que unos mates me subí a un taxi, pagué una fortuna que pude cuantificar, y llegué al río y metí los pies en el agua. Poco después dejé de tomar la medicación y me dediqué a drogarme con marihuana con una frecuencia sostenida. Paradójicamente o no, me sentía curada, ya no veía cada mañana esa nube espesa y porosa dentro de mis ojos. Al despertar ya no me preguntaba si iba a poder, simplemente me despertaba, me bajaba de la cama, ponía la pava sobre la hornalla, enchufaba la planchita de pelo y al rato salía, siempre tarde, al trabajo. Al igual que en la literatura, en mi rutina los detalles eran lo fundamental: que no me faltara yerba para el mate, que siempre tuviera para fumar, y que mis tacos gozaran de buena salud. Una etapa muy dolorosa de mi vida había terminado. Crisis, duelo, orfandad, fin de la adolescencia; cada persona que me cruzaba se entretenía poniéndole un nombre diferente. Yo, como parte de la lista de detalles, me obligaba a no pensar en los momentos perdidos, en todo lo que hubiera podido hacer de no haber estado llorando. Una mañana, porque las mañanas son para mí el mejor momento del día, escribí una historia pésima sobre las desavenencias de un matrimonio. En el primer párrafo la pareja tenía hijos y ya en el segundo no habían podido tenerlos y en el tercero quién sabe qué pasaba. Pero escribí. Y dos o tres días después cuando leí la historia y estuve a punto de tirarla me contuve pensando que si bien nadie iba a entenderla yo podía hacerlo. Yo, una persona muy importante para mí.
Durante el horario de almuerzo, equivalente al recreo escolar, un librero genial que conocí en la calle Florida, me recomendó el libro Bartleby, el escribiente. Leerlo fue para mí un antes y un después. “Preferiría no hacerlo” fue una frase que me sirvió de certeza. Pensé en lo increíble que era que Herman Melville, un tipo que había muerto hacía más de cien años, estuviera ayudándome a mí, una mujer que vivía a nueve mil kilómetros de donde él había vivido. Ese efecto mágico, esa eternidad inherente a la literatura, a la que le chupa un huevo el tiempo, la distancia, la vida, la muerte. Luego leí Moby-Dick. Me pareció un plomo pero no la dejé hasta el final, porque justamente de eso va la historia, de seguir adelante pase lo que pase.
Ya llevo cuarenta años navegando, no me llamo Ismael y si bien la flacidez de mis brazos denota lo contrario, quiero creer que sigo pudiendo remar en medio de casi cualquier tempestad. Incluso hoy que vuelvo a tener algunas de aquellas sensaciones, como una pesadilla olvidada que se renueva. Ando llorona, un poco mareada, pateándome una cara de culo infinita. Los excesos ya no me parecen buena idea, me dan miedo, me llenan de paranoias. Quiero creer que por malo conocido voy a saber mejor cómo tratar este mal para incomodarlo y que se vaya de acá, de mí, lo antes posible. Me resisto a creer que se trata del cliché de la crisis de la edad que acabo de cumplir, porque ya que tengo un mal quiero que sea uno original que nunca nadie haya tenido. Me propongo trabajar, leer, y hacer cosas todo el tiempo para no estar pensando todo el tiempo en lo triste que estoy todo el tiempo. Habito mundos imaginarios y muy poco confortables. Me desplomo en la cama cada vez que tengo oportunidad, y me obsesiono con cerrar la puerta con llave como si de ese modo pudiera evitar que sigan entrando cosas a mi vida. Me siento débil para enfrentar los cambios. Me siento débil para todo. Me cuesta comer pan, pedir ayuda, tolerarme. Me cuesta todo. Pero fantaseo con la idea de comprarme un nuevo acolchado que cubra por completo mi cuerpo, que me cubra, con su estampado hermoso, y me tape el dolor. El dolor de a momentos absurdo, de a momentos burgués, que me provoca estar entre los zombis y sentirme uno de ellos. Fantaseo con terminar un texto, sacarme el jogging, sentirme bien.
"No está en ningún mapa. Los lugares verdaderos nunca lo están"
Herman Melville, Moby Dick
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