Andà a saber
- maquimora
- 16 ago 2017
- 2 Min. de lectura
Hoy la desolación se despertó antes de las seis, y se vino colorida, abundante, pesada. Montones de ojos de huevo, narices respingadas y senos deliciosos, fueron repartidos por mi abuelo en cuadros que van a ocupar dos cuartos de un guarda-muebles moderno, un galpón en el que entran y salen camiones con objetos de personas que murieron o que se fueron lejos. Los objetos son los testigos sin voz que nos sobreviven. Lámparas, camas, macetas, mesas, sillas. Hoy, cuando vi ese escritorio bellísimo, supe que si pudiera hablar me hubiera pedido que me lo llevara para escribir sobre él teorías larguísimas acerca del sufrimiento de la madera y la inquietud de sus patas en forma de garras. Me imaginé, o vi, a un hombre grande con pelo y barba blanca, inclinado sobre él, hacia adelante, escribiéndole una carta a una mujer flaca, de nariz en punta y tetas en combinación, apurando el trazo antes de que vuelva su esposa de hacer las compras. En una parte la carta diría, o dijo, “Perdoname, nena, no puedo darte el gusto, esta casa es de mi familia y así es como tiene que ser”. Ella, linda, despechada, de pelo negro y brillante, la leyó sobre su cama siempre prolija, y al terminar la arrugó dentro del puño con furia y amor, esos dos amigos entrañables del enamoramiento. Y puteó, no sin cierta elegancia, a su amante, a su familia y le dedicó lo demás, ya no tan elegante, al hijo de re mil putas del destino. “¿De quién es ese escritorio?”, le pregunté a la empleada en tono de confesión de mujeres, apelando a esa complicidad que rara vez me deja a pata. “¿Viste lo que es? Una belleza”. Parecía que sabía que le iba a preguntar. “Hace años que esa gente alquila acá, pagan religiosamente todos los meses pero no sacan ni agregan nunca nada”. Me decepcioné y supe que ella, la amante, seguía llorando en algún lugar del universo, sobre la misma cama igual de prolija que siempre, porque hay dolores que, como los objetos, tienen el poder de sobrevivir a la muerte. Yo quería un dato concreto, un apellido, un oficio, algún vestigio de identidad que me sirviera para mi historia, para la de ellos. Sentí de golpe que me faltaba una parte, que un nuevo vacío se me abría adentro. Ya me iba con el contrato de alquiler en una mano y mi compañera la tristeza tomada de la otra, cuando la empleada, piadosa, agregó: “A veces viene una chica, creo que es la nieta. Es menudita, así, como vos. Abre, se queda un rato entre las cosas, cierra y se va. Andà a saber, ¿no?” Le sonreí y salí al sol ruidoso y sucio de la capital. Sus palabras se me hicieron una orden: “Andà a saber”. A eso voy siempre, dije. Me acomodé la cartera y caminé hasta el subte preguntándome cuántas nietas hechas de secretos habitamos mi cuerpo.

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