Madera Canela Romero
- macarena moraña
- 29 oct 2017
- 3 Min. de lectura

En la obsesión por los olores secos: madera, canela, romero. En la incesante pregunta acerca de la concepción del tiempo. En los celos. En el atroz deseo de escribirme. En la belleza que habita el dolor. En la maternidad apurada, en el gesto de olerles las cabezas, en el de mirarlas dormir, en el de abrazarnos apiladas las tres y gruñir de placer. En la palabra mamá. En el sonido vacío aire promesa del corcho que se desprende de la botella verde bordó. En el caos de mi cartera donde los objetos son tan innecesarios como indispensables. En el primer sorbo caliente de mate de la mañana. En la lista de trámites que nunca pierden su calidad de pendientes. En las listas. En el olor del frío dentro del que nací. En la extensión de mi pelo. En el pañuelo al cuello, en los tobillos abrigados, en mis anillos, en mi medalla. En los besos que succionan, en los que dejan baba. En la flores, en mi jardín, en mi pasto colchón. En la pérdida diaria de las llaves. En las pérdidas. En el placer excitante del nuevo cuaderno. En los libros que no alcanzo a leer y en los que encuentro teorías aproximadas sobre quién soy. En la madrugada oscura que en un mismo movimiento tantea la botella de agua, se aleja de un mal sueño y revisa el teléfono por las dudas mi madre haya vuelto. En la acumulación de objetos. En la falsa eternidad de las palabras escritas y leídas. En la confusión de haber escrito o vivido lo que recuerdo con la nitidez de la verdad. En la relatividad de todas las cosas. En todo lo que entra en la palabra cosas. En la sólida y cordial amistad con la muerte. En el miedo a morirme antes de haber logrado ser quien deseo ser. ¿Quién deseo ser? En mis preguntas. En mi desnudez, en mis lunares, en mis pelos encarnados, en mis dientes rarísimos. En el sonido de mi carcajada. En mi curiosidad. En mi ignorancia. En el humo de este porro. En los ojos que pintaba mi abuelo. En la calle Caseros, en la calle Venezuela, en la calle Diagonal Salta. En los anteojos negros. En el deseo de dormir sin dejar de seguir viviendo. En la lluvia, en el olor a tierra mojada, en el del pasto recién cortado. En las bandejas de los desayunos que preparo. En las fotos que de tan presentes ya no veo. En mi enojo pendenciero al que tanto le cuesta no manifestarse. En las mañanas de domingo. En las mañanas que despierto sabiendo que voy a escribir. En los textos de Clarice, en las copas de cristal labradas, en el sonido chillón del brindis. En la pastosidad del tapa ojeras y de las tantas cremas. En el miedo a la locura. En las bombachas viejas de las que cuelgan hilachas que nunca cortaré. En la asimetría de mis tetas. En el fundamentalismo de la palabra literatura como sinónimo de totalidad. En la imposibilidad de establecer diferencias entre la vida y la escritura. En este, mi diario. En el deleite de estudiar a los que admiro. En el estado levitante del enamoramiento. En el ejercicio cóncavo y convexo que supimos conseguir. En la nostalgia de lo que ya no es, de lo que no pudo ser. En los consejos remanidos acerca de la adjetivación, el concepto de ficción, el narrador omnisciente. En mis personajes varones. En mis ellas siempre desesperadas. En el picor de la pimienta en la lengua. En la búsqueda de expresiones amorales, en el deseo de escribir el silencio, en el infantil anhelo de paridad, en algunas palabras soeces. En mis manos que cocinan para los amigos que se sientan a la larga mesa. En alguna música, en contados poemas. En el placer de estar sola. En el dolor de estar sola. En mis várices. Entre dentro arriba de mis libros. Ahí, acá, a veces hago pie.
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